En la televisión, las canciones del especial de Navidad suenan a todo volumen y las melodías de los anuncios de juguetes se reproducen en bucle en tu cabeza, a veces hasta las canturreas. Los superhéroes de Marvel, las muñecas, los coches de carreras, un Cinexín… todo parece sacado de otro mundo. Pocos días antes haces tu carta, en una hoja de papel, con una letra que mezclaba mayúsculas y minúsculas, no sin cierta preocupación por si no te has “portado bien” del todo.

Son las 7:10 a.m. y te levantas de la cama sin que te lo tuvieras que pedir dos veces. Te acercas al salón descalzo y de puntillas, conteniendo la respiración. Y bajo el árbol o sobre el sofá, la magia se hace realidad: los regalos te esperan. Abres cada uno con una emoción inmensa, y el simple hecho de ver tus juguetes favoritos allí te hacen sentir la persona más especial y querida del universo.

Esa Navidad más sencilla, tal vez. No había internet, pero siempre habían juegos, que a veces incluso duraban toda la tarde, y esa ilusión que no se puede describir con palabras pero sí en imágenes.